lunes, 15 de abril de 2013

Charlie Bustos


Charlie Bustos, el último romántico

Charlie Bustos no tenía esa cosa de “soy Artista”. Le importaba poco y nada ser Artista con mayúscula. Estaba convencido de que no 
debía transar con nada ni nadie. 
Con la barba crecida, un puñado de sahumerios en el bolsillo y una melódica desvencijada, Charlie se para en la esquina de San 
Juan y San Martín. Es el eslabón perdido de La Trova rosarina y varias de sus canciones fueron cantadas por grandes músicos 
argentinos. Aunque muchos de los que caminan por la calle no lo saben, los que lo reconocen no son pocos y casi siempre le dan 
más que una moneda a cambio de una bella canción. 
Su pasión por la música comenzó cuando era muy chiquito. “Mi papá detectó el oído enseguida. Nos enseñaba acordes en la guitarra y se notaba que Charlie lo tenía adentro, sin que le enseñara ya sabía”, relata Graciela, su hermana. Para algunos fue lo que se dice un niño prodigio: a los ocho comenzó a tocar, a los doce se recibió de profesor de acordeón y a partir de ahí empezó a escribir sus primeras canciones.  Desde pequeño, su padre –apasionado del tango y el folklore– lo llevaba a cantar junto con Graciela a Los Ruxcolitos, el programa radial que se emitía desde el auditorio de la vieja LT2 todos los domingos. Su hermana sostiene que las influencias más fuertes eran los sonidos que se oían en la casa: además de tango y folklore, paso doble, pero nada de rock. Más tarde, mucho más tarde, aparecieron Sui Generis y Spinetta, algo que caló muy fuerte en Charlie y a partir de ahí empezó a llegar todo lo demás. 
A los 16 compuso temas como Alguien se muere de amor (que años después grabarían primero Lalo de los Santos y luego Adriana Varela) o Al final de cada día  que daría titulo al primer disco de Lalo de los Santos. Minimalista pero profunda, con extremos de sencillez y complejidad, la poesía de Charlie sorprendía. Con frases indirectas o con sentido literal sus canciones abrían cabezas y oídos al mismo tiempo. Tenía la particularidad de escribir a los 16 años como un tipo que vivió tres vidas, que pateó la calle. Eso llamaba la atención. “A mí no, porque era mi hermano”, aclara Graciela y abunda: “Los temas de él se diferenciaban de otros. Había muchos solistas en ese momento, César Limonta, Cristina Roth, Pollo Arrategui, pero él marcaba la diferencia. Todos querían llegar a hacer una canción así”. El mismo Diego Casanova, hoy frotman de la Rosario Smowing reconoce en Charlie uno de referentes al momento de empezar a dibujar sus primeras canciones. 
En lo social se hacía conocido, porque donde había una guitarra la agarraba y empezaba a tocar. En el '81 se va de viaje de estudio a Bariloche y conoce a una chica que fue la que inspiró Alguien se muere de amor. “Todavía no lo conocía a Lalo y él ya cantaba ese tema”, recuerda Graciela y explica: “Después lo grabó Lalo y más tarde Adriana Varela, pero era de Charlie. Por una cuestión con la grabadora salió firmado por los dos, Lalo y él”.

En el '82 su carrera comenzó a ascender casi de golpe. Compartió escenario con los músicos de La Trova, se subió a las tablas con Batato Barea, Fernando Noy, Omar Serra y otros artistas del Parakultural, inició una prometedora carrera como solista. Y cuando estaba a punto de grabar su álbum debut producido por Litto Nebbia y Lalo de los Santos, algo ocurrió. Mala jugada del destino, desengaño amoroso o diferencias artísticas con los demás músicos pusieron fin al proyecto que quedó trunco. Charlie se recluyó en el monte, dejó de tocar y componer por un largo tiempo. Fue ahí donde cultivó un perfil místico vinculado a las lecturas de Castaneda y Krishnamurti y luego tuvo  su acercamiento a los hare krishna.
“Formó una nueva pareja. Se fue a vivir a San Luis. Le dio mucha rienda a lo espiritual y a la artesanía y ése fue su modo de supervivencia por mucho tiempo. Era su forma de vida. Hacía cosas de plata, orfebrería, joyería. Pero cuando estaba por llegar a la concreción de algo un poco más grande, se cortaba. Una especie de boicot. Como con la música”, reflexiona su hermana con cierta mezcla de emoción y melancolía. 
“Quiero ser tu sonámbulo, el errante, ser el croto / El linyera, el vagabundo /El eterno expulsado, ser todos los parias / Todos los marginados, todos aquellos, que sobre tu asfalto,  dejaste abandonados”, decía la canción escrita por Beatriz Vignoli y con música de Charlie. Casi como una profecía de ese tema, hoy Charlie toca en la peatonal y deambula por las calles de Rosario, esas mismas que “juró gastar a pasos”. No tiene más pertenencias que un puñado de sahumerios que a veces regala o vende por unas monedas y su armónica que suena por las noches.

“El mundo no quiere convencerse que la Coca Cola es pis”, ironizaba Charlie por esos años cuando aún no existía la globalización, los pibes no eran adictos a la gaseosa y todavía no se investigaba si el colorante era perjudicial a la salud. “No se vendía a nadie”, sintetiza Graciela y sigue: “No pertenecía a esta sociedad. No cumplía con lo que esta sociedad determina que es ser exitoso”. 
Es que hasta hoy es un personaje difícil de encasillar. Algunos lo ven como un Tanguito rosarino, otros como un Cachilo del rock, un poeta que es parte del paisaje urbano. Están los que lo ven casi como un místico  y para otros es sólo un marginal. “No puedo tener nada, lo que tengo lo pierdo o me lo roban”, dijo alguna vez. Y no se refería solamente a sus eventuales posesiones, sino también a su complejo mundo de afectos: “No puedo estar con nadie”.
Charlie es un poco cada uno de estos personajes: vive con la locura y el despojo de Tanguito, lleva la marca de la poesía de Cachilo y si hablamos de un marginal como aquel que no se adapta  a las normas sociales, sin dudas, lo es. ¿Acaso en sus orígenes el rock no se trataba de eso?  Desde el “No pibe” de Manal al “Aprendizaje” de Sui Generis, cientos de canciones se han escrito al respecto, por lo menos hasta que se domesticó al movimiento.
Si es por anécdotas que alimentan el mito, en la historia de Charlie las hay en abundancia. Los que lo cruzan por la calle, lugar donde vive, dicen que una vez alguien lo reconoció y sin 
dudar después de escucharlo entonar un tema con la armónica sacó un billete de cien y le dijo: “Acá van 99 por tu música y uno por los sahumerios que me ofreciste”. También dicen que hace poco César Limonta, ayer rockero y hoy funcionario cultural, le dio la tarjeta de una casa de música y le pidió que en su nombre fuera a elegir una guitarra. Charlie se tomó su tiempo, pero hace poco se lo vio acariciando su nuevo instrumento. Otra noche se acercó una vecina de Mitre y 3 de Febrero, donde Charlie pasa la noche, y le dijo: –Qué lindo lo que estabas tocando anoche. Me fui a dormir escuchándote y con una sonrisa. “Eso para mí vale más que un Luna Park lleno. Algunos me dicen que estoy loco. ¿Y quién no?”, sostiene él.

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