miércoles, 27 de febrero de 2013

La Edad de la mixtura por Edgardo Perez Castillo


 A partir de la recuperación de la democracia, en Rosario comenzaron a ganar visibilidad movimientos incipientes y hasta entonces periféricos a un circuito musical que, paradójicamente, se había beneficiado por aquella absurda y dictatorial prohibición de la difusión de música anglosajona. Así, expresiones relacionadas con el metal o el punk veían de pronto la posibilidad de manifestarse abiertamente. Sin embargo, jamás lograrían la trascendencia de los cantautores que, después de su desembarco en Buenos Aires, se eternizaron en el abarcativo rótulo de Trova Rosarina. Desde entonces, la música en la ciudad estuvo asociada al talento de sus songwriters, con un marcado crecimiento del pop rock durante la década posterior a la asunción de Raúl Alfonsín. 
 En paralelo al reconocimiento que lograban bandas de corte precisamente pop como Certamente Roma, Identikit o Graffitti, a una joven escena punk se le fueron sumando bandas caracterizadas por la visceralidad de sus propuestas, y el acercamiento a vertientes del rock poco exploradas en la ciudad. En sintonía con un fenómeno que había despertado en Europa a fines de los 80, a Rosario, también, le llegó la hora de la mixtura.
 Como un fiel reflejo de su condición cosmopolita, la diversidad musical fue marcando a la gran escena rockera en la ciudad, que seguiría multiplicando y combinando sus influencias, generando nuevos movimientos vinculados con el punk, el hardcore, la electrónica, el grunge y el rap (luego devenido en hip hop). Una muestra de esa diversidad estilística fue el disco Bandas en Puerto que, en 1999, editó la Secretaría de Cultura municipal. Aportaron allí sus temas grupos como Degrade, El Regreso del Coelacanto (con su enorme combinación de influencias), La Montecarlo, Abrepuertas, Hijos del Reyna con su funk explosivo y los Potente vs. Picante con un rapeo furioso. 
En esencia, algunas de las bandas con mayor trascendencia de fines de los 90, a las que podrían sumarse Los Sucesores de la Bestia y la efímera pero fundamental Los Shocklenders.
 Curiosamente, la edición de ese disco con el que el Estado municipal buscaba exhibir un circuito rockero heterogéneo, se concretaba algunos meses después de que el propio municipio le pusiera punto final a un espacio clave para pensar en la irrupción de otro sub-movimiento caracterizado precisamente por su heterogeneidad musical, ése que se alimentó de la ideología de los squatters europeos y de la banda de sonido que los acompañó en sus usurpaciones (pacíficas e impregnadas de un sentido cultural) de edificios abandonados. Y que, en Rosario, encontró su punto de ebullición en los viejos galpones de España y Wheelwright.


Convertidos hoy en ejemplo de un modelo de convivencia entre actores públicos y privados, allí donde La Casa del Tango se ve flanqueada por dos coquetos resto-bares temáticos, entre principios de los 90 (en una fecha difícil de apuntar con precisión) y el 13 de julio de 1998 el conjunto de edificios ferroviarios había alojado al Galpón Okupa, que no sólo le brindó su escenario a una escena alternativa en franco crecimiento, sino que funcionó además como caldo de cultivo para el intercambio de experiencias. Intercambio que, en esencia, había comenzado a concretarse algún tiempo antes.
 Eduardo Vignoli fue uno de los que arribó a ese espacio cargando con un bagaje sonoro ecléctico, el mismo que impregnaba a la influyente Los Buenos Modales, banda que lo tenía como compositor y que lideraba junto al cantante Julio Benavídez. 

“A mí me influenció mucho la salsa, en la forma de orquestar y armar canciones, y después la parte rockera que uno siempre tiene. Se fue dando así, a partir de la experimentación con el portaestudio, de ir probando arreglos, cruzando por ejemplo motivos salseros con un bajo punk. Después se sumó Julio y eso le dio a Los Buenos Modales un matiz completamente distinto y personal, por una lírica muy del medioevo”, detalla hoy quien también se convertiría en trompetista del grupo como respuesta a la ausencia de músicos que aportaran sus vientos a esa propuesta algo inclasificable, y que (tras un primer gran show en 1992 en la Bienal de Arte Joven en el Patio de la Madera) recorrió el circuito alternativo de la ciudad previo a emigrar a una gira por Alemania que para Vignoli y Benavídez implicó una extensa residencia europea. Entre 1994 y 1995, los miembros de Los Buenos Modales se sumarían a ese proyecto de okupación en los galpones ferroviarios, para darle un giro más profundo hacia su alternativa cultural.Llegado desde Firmat con apenas 17 años, el guitarrista Hernán Manavella encontró en esos pares a una fuente de información. En tiempos en los que Internet era apenas una novedad, el viejo sistema del traspaso de información oral (y, en el mejor de los casos, a través de fanzines o cassettes) era clave para la apertura a nuevas posibilidades.
El show que en 1997 (post separación y reencuentro) Los Buenos Modales ofrecieron en el Okupa fue, para Santángelo, crucial: “Fue increíble. Fuimos con Adrián Fontana (trombonista con quien Santángelo compartió numerosos proyectos en aquella época, y que hoy integra, entre otras, a la Rosario Smowing) y nos partió la cabeza. Por ese momento teníamos algo parecido a lo que después iba a ser El Hombre Ascensor. Para mí fue un quiebre verlos tocando en vivo”.
 Claro que la aparición de los vientos en LBM no fue tarea sencilla, según recuerda Vignoli, que debió telefonear a una veintena de trompetistas y, ante idéntica cantidad de respuestas negativas a su oferta sonora, se convirtió en vientista. “Ninguno vino a tocar lo que nosotros hacíamos. Por éso empecé a tocar trompeta. Ahora sí es fácil conseguir trompetistas, y para mí tiene mucho que ver con la cuestión callejera, en el sentido que los vientos te dan independencia, algo que vivimos con Una Cimarrona: con los vientos te parás en la calle y podés tocar, no necesitás enchufar nada. Eso mismo se aplica al arte callejero”, apunta Vignoli, ahora líder de la citada orquesta de vientos, que puede descubrirse caminando por las calles de la ciudad, y que sigue ampliando su convocatoria en cada una de sus visitas a Buenos Aires.
 Desde su rol de espectador, primero, y de partícipe activo, inmediatamente, Santángelo puede hoy distinguir el carácter fundacional de aquello que comenzó a gestarse a mediados de los 90 para dejar su marca. “El valor más grande de esa movida fue mostrar que eso era válido de hacer –destaca--. Antes era clásico o jazz, ahora puede ser reggae, rock, hardcore, una mezcla de estilos, ska, bolero, y todo eso vale. También está bueno que se sepa que desde Rosario éso se puede hacer. Incluso me parece que es un hecho distintivo. Una Cimarrona es un representante muy fiel de lo que es la movida rosarina, y son los que tienen la escuela más mamada. También por Eduardo, que está entre las filas”. 
 Con la llegada del Siglo XXI, aquellas influencias tendrían continuidad en grupos como Rosario Smowing, The Broken Toys, la propia Una Cimarrona o Banda Enorsai. Grupos que ya le darían un sentido orquestal a la sección de vientos, producto de su recuperación de estilos que parecían olvidados, como el swing o el rockabilly, e incluso acercándose a la música klezmer o al folclore de Europa del Este. Aunque, casi inevitablemente, en esas propuestas aparecieron miradas personales que permitieron abordajes únicos tanto a aquellos géneros clásicos del rock como a ciertas tradiciones folclóricas extranjeras. Como si, también aquí, se tributara al histórico eclecticismo que, en los últimos veinte años, se fue transformando en síntoma de rosarinidad.El show que en 1997 (post separación y reencuentro) Los Buenos Modales ofrecieron en el Okupa fue, para Santángelo, crucial: “Fue increíble. Fuimos con Adrián Fontana (trombonista con quien Santángelo compartió numerosos proyectos en aquella época, y que hoy integra, entre otras, a la Rosario Smowing) y nos partió la cabeza. Por ese momento teníamos algo parecido a lo que después iba a ser El Hombre Ascensor. Para mí fue un quiebre verlos tocando en vivo”.
 Claro que la aparición de los vientos en LBM no fue tarea sencilla, según recuerda Vignoli, que debió telefonear a una veintena de trompetistas y, ante idéntica cantidad de respuestas negativas a su oferta sonora, se convirtió en vientista. “Ninguno vino a tocar lo que nosotros hacíamos. Por éso empecé a tocar trompeta. Ahora sí es fácil conseguir trompetistas, y para mí tiene mucho que ver con la cuestión callejera, en el sentido que los vientos te dan independencia, algo que vivimos con Una Cimarrona: con los vientos te parás en la calle y podés tocar, no necesitás enchufar nada. Eso mismo se aplica al arte callejero”, apunta Vignoli, ahora líder de la citada orquesta de vientos, que puede descubrirse caminando por las calles de la ciudad, y que sigue ampliando su convocatoria en cada una de sus visitas a Buenos Aires.
 Desde su rol de espectador, primero, y de partícipe activo, inmediatamente, Santángelo puede hoy distinguir el carácter fundacional de aquello que comenzó a gestarse a mediados de los 90 para dejar su marca. “El valor más grande de esa movida fue mostrar que eso era válido de hacer –destaca--. Antes era clásico o jazz, ahora puede ser reggae, rock, hardcore, una mezcla de estilos, ska, bolero, y todo eso vale. También está bueno que se sepa que desde Rosario éso se puede hacer. Incluso me parece que es un hecho distintivo. Una Cimarrona es un representante muy fiel de lo que es la movida rosarina, y son los que tienen la escuela más mamada. También por Eduardo, que está entre las filas”. 
 Con la llegada del Siglo XXI, aquellas influencias tendrían continuidad en grupos como Rosario Smowing, The Broken Toys, la propia Una Cimarrona o Banda Enorsai. Grupos que ya le darían un sentido orquestal a la sección de vientos, producto de su recuperación de estilos que parecían olvidados, como el swing o el rockabilly, e incluso acercándose a la música klezmer o al folclore de Europa del Este. Aunque, casi inevitablemente, en esas propuestas aparecieron miradas personales que permitieron abordajes únicos tanto a aquellos géneros clásicos del rock como a ciertas tradiciones folclóricas extranjeras. Como si, también aquí, se tributara al histórico eclecticismo que, en los últimos veinte años, se fue transformando en síntoma de rosarinidad.




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